La evaluación de la eficacia de los esquemas de conservación en México como instrumentos de política pública ambiental se ha propuesto dentro de un marco de evaluación que contempla indicadores multicriterio en respuesta a aspectos de planeación e implementación institucional, así como la anticipación de resultados en términos del impacto socioeconómico en las comunidades locales y en la conservación de la vida silvestre y su hábitat (Ortega-Argueta et al., 2016). Para tales efectos, resulta imprescindible el reconocimiento y la comprensión de la complejidad de la relación intrínseca del ser humano y la naturaleza mediante la adopción del concepto holístico de sistemas socioecológicos (Berkes, 2003; Merino- Pérez, 2006) como un nuevo paradigma en la conceptualización y gestión de los instrumentos de conservación. Esta sucesión de cambios ontológicos es necesaria principalmente en la implementación y evaluación de esquemas de conservación que confieren a la conservación participativa el eje conductor de la política de conservación, como es el caso de las Unidades de Manejo para la Conservación y Aprovechamiento Sustentable de la Vida Silvestre (UMA) en México. Asimismo, la evaluación de la dinámica ecosistémica en los sistemas socioecológicos y la interpretación del impacto de los esfuerzos de conservación en ellos deben reorientarse hacia nuevas métricas de operacionalización de la eficacia ecológica, como la antifragilidad ecosistémica, que va más allá de las métricas tradicionales como la resiliencia y la integridad ecológica (Equihua et al., 2020). La antifragilidad responde más acertadamente al contexto actual de paisajes altamente antropizados y la preponderancia de sistemas manejados por el ser humano.
En este artículo presentamos una disertación teórica que propone un cambio de paradigma en la concepción, gestión y subsecuente evaluación de esquemas de conservación como las UMA con base en tres objetivos principales: (1) la inclusión del enfoque holístico de “sistema socioecológico”, (2) el reconocimiento de la complejidad de sus propiedades y (3) la transición epistemológica de integridad a antifragilidad ecosistémica como objetivo de gestión en sistemas manejados.
Ante el histórico ascenso de los conflictos socioambientales sucedidos en América Latina en las últimas décadas, caracterizados principalmente por la sobreexplotación de la vida silvestre, sometida además a fuertes presiones como el crecimiento demográfico y los intereses económicos no regulados (Valdez et al., 2006) —principalmente en zonas de alta marginación rural—, se han invertido múltiples recursos y esfuerzos en el diseño y desarrollo de estrategias de conservación y aprovechamiento compatibles con la gobernanza de la tierra y los recursos naturales. Sin embargo, la carencia histórica de políticas de conservación y aprovechamiento adecuadas, aunado a la insuficiencia informativa de la visión unidisciplinaria clásica con la que se había pretendido durante muchos años resolver dichas problemáticas, han incrementado la incertidumbre sobre el éxito de estas iniciativas (Ferraro & Kiss, 2002). Si bien tanto gobiernos como empresas y organizaciones no gubernamentales invirtieron esfuerzos para reconciliar objetivos multidimensionales; económicos, sociales, culturales y ambientales, bajo el discurso del desarrollo sustentable (Ortega Uribe et al., 2014), existen condiciones que han dificultado su desempeño. La principal dificultad que enfrentan este tipo de estrategias son las condiciones técnicas, económicas, sociales y políticas que en muchos casos no son las ideales para que estos modelos de conservación indirecta—basados en estrategias alternativas que no implican el pago directo por conservación— funcionen (Ferraro & Kiss, 2002), ignorando en muchos casos, la visión cosmogónica de los campesinos y pueblos indígenas.
En México, en 1997, las autoridades ambientales a través de la Secretaría del Medio Ambiente, Recursos Naturales y Pesca (SEMARNAP) implementaron el establecimiento de UMA como una estrategia para hacer frente a la emergente crisis de biodiversidad de las últimas décadas del siglo pasado. Dicho esquema de conservación está propuesto en dos modalidades; vida libre e intensiva. Las UMA de vida libre comprenden ejemplares o poblaciones silvestres en su hábitat natural, sin restricción de movimiento, mientras que las de carácter intensivo, comprenden predios o pequeñas propiedades donde se mantienen ejemplares o poblaciones de especies silvestres en condiciones de cautiverio o confinamiento (SEMARNAP & INE, 1997). Este esquema de conservación, que ha sido parteaguas en el diseño de estrategias de conservación y aprovechamiento sustentable en el mundo (Contreras-Hernández et al., 2021), tiene como objetivo principal la integración de estrategias ecológicas, económicas, sociales y legales con la finalidad de conservar el hábitat natural, poblaciones y ejemplares de especies silvestres y su potencial evolutivo a largo plazo. Asimismo, promueve la conservación participativa al involucrar a los actores sociales clave en la toma de decisiones y acciones de gestión sostenible de la vida silvestre (SEMARNAP & INE, 1997).
En este sentido, el esquema de UMA se planteó específicamente con el objetivo de abonar a la sustentabilidad dirigida al aprovechamiento de la vida silvestre y el desarrollo socioeconómico de las comunidades más vulnerables. Es precisamente en este punto, en la raíz de la conceptualización del desarrollo sustentable en UMA, en donde yace la primera incertidumbre de esta estrategia de conservación no proteccionista. Como lo han señalado previamente algunos autores (Valdez et al., 2006), en muchos casos, se ha buscado primero el beneficio económico de la explotación de determinadas especies de flora y fauna, anteponiéndolo a la conservación de la biodiversidad. En algunos casos en específico, como algunas especies maderables de alto valor comercial, el aprovechamiento a través de UMA se ha implementado únicamente como un instrumento jurídico que faculta a los manejadores su aprovechamiento y comercialización legal, sin una estrategia de manejo y conservación de las especies a largo plazo (Álvarez-Peredo et al., 2018). Y es que, la historia natural y cultural de México lo han convertido en una pieza clave en la conservación y manejo de una gran parte de la biodiversidad global (Valdez et al., 2006). La presencia de pueblos originarios, numerosas lenguas y sistemas de conocimiento tradicional, que han dado lugar a la diversidad étnica y cultural (Boege, 2008), junto con la ubicación geográfica y gran riqueza de ecosistemas, especies, zonas climáticas y características geomorfológicas, distinguen a nuestro país como un territorio estratégico altamente biodiverso (Álvarez- Peredo et al., 2018).
Gobernanza y conservación participativa: elementos clave en la gestión de esquemas de conservación
Para analizar a fondo el caso del manejo de la vida silvestre en México y América Latina, es importante entender primero su contexto socioeconómico y cultural (Álvarez-Peredo et al., 2018), a fin de entender y atender la emergencia y complejidad de los conflictos socioambientales locales, tales como los llamados “conflictos de conservación” (Redpath et al., 2013). Estos últimos se presentan cuando las comunidades indígenas y rurales que dependen principalmente de la producción de autoconsumo y la cacería de subsistencia ven restringido o limitado su acceso a los recursos de los cuales depende su supervivencia (Álvarez-Peredo et al., 2018; Ojasti, 1993). En algunos casos, principalmente para los grupos indígenas, la cosmovisión, el conocimiento y uso tradicional de la vida silvestre tienen un gran peso en la gestión y manejo de los recursos (Caballero-Cruz et al., 2016), ya que las formas de uso del patrimonio natural están asociadas a creencias y valores con significado cultural—y en muchos casos religioso—para diferentes actores sociales (Contreras-Hernández et al., 2021). Así, mediante procesos de gobernanza, los grupos indígenas, campesinos y actores sociales emergentes están impulsando diferentes acciones de conservación de la vida silvestre, en muchos casos incluso, de forma paralela a los instrumentos jurídicos de conservación existentes.
Actualmente, existen en Latinoamérica diversas estrategias de conservación y aprovechamiento de la vida silvestre, que reflejan la diversidad económica, cultural, social y ecológica de sus territorios (Ojasti, 1993). Sin embargo, como se menciona anteriormente, las estrategias de conservación de la diversidad cultural como parte integral de los esquemas de conservación, en la mayor parte de los países latinoamericanos aún se encuentran en vías de contemplarse dentro de las políticas públicas de conservación y desarrollo (Kothari et al., 2013). Tan sólo en México, se conjugan cuatro principales esquemas de conservación; Áreas Naturales Protegidas (ANP), Pagos por Servicios Ambientales (PSA), Áreas Destinadas Voluntariamente a la Conservación (ADVC) y las mencionadas UMA, cada uno de ellos con diversidad de objetivos particulares, pero no por ello excluyentes unos de otros, es decir que, en algunos sitios confluyen simultáneamente al menos dos de ellos.
En años recientes, la efectividad de los esquemas de conservación como las ANP, consideradas en su conjunto como el mayor esfuerzo mundial para la protección de la biodiversidad (Bruner et al., 2001), ha sido fuertemente cuestionada debido a la selección azarosa y oportunista de su ubicación, la falta de análisis de prospección de eficacia en términos de los costos sociales, económicos y productivos, así como la falta de inclusión de los habitantes locales en sus planes y estrategias de conservación (De Caro & Stokes, 2008). Esto último responde al hecho de que, al tratarse de una estrategia completamente dirigida a la protección de la biodiversidad, generalmente implica la restricción de actividades humanas dentro de los límites del ANP. En contraste, se ha destacado significativamente el éxito de las estrategias de conservación basadas en la participación comunitaria (Ellis & Porter-Bolland, 2008), como es el caso de las ADVC, sistemas forestales bajo manejo comunitario y algunas UMA ejidales en México. En estas últimas, un trabajo social fuerte y coercitivo ha permitido a los actores sociales gestores de UMA desarrollar, mediante procesos incipientes de gobernanza, actividades sustentables, integrando el objetivo de conservación de la vida silvestre como un elemento fundamental del bienestar socioeconómico de sus comunidades (Contreras-Hernández et al., 2021). Esta misma tendencia puede extrapolarse a otros esquemas de conservación, como las mencionadas ADVC y las propias ANP, entre otras, ya que estos esquemas también son gestionados por actores locales e históricamente han recorrido un largo camino de lucha e interés genuino por la conservación de los recursos naturales (Contreras-Hernández et al., 2021). El gran reto que se ha intentado sortear en este sentido es la reorganización de los instrumentos administrativos para apoyar las metas y prioridades locales, haciendo más eficiente la inversión económica y humana en el cumplimiento de los objetivos de conservación de la vida silvestre y los ecosistemas.
La gobernanza es uno de los elementos clave para garantizar la conservación y el uso sustentable de la vida silvestre a largo plazo. La soberanía de las comunidades locales para elegir como gobernar sus recursos naturales tiene consecuencias profundas en la calidad de vida de la población y la sostenibilidad de sus economías (Contreras-Hernández et al., 2021). La conservación participativa ha jugado un papel clave tanto en el proceso de toma de decisiones como en la efectividad de gestión en materia de conservación (Caballero-Cruz et al., 2016), y, por lo tanto, el entendimiento de sus procesos ha sido un paso esencial en la búsqueda apremiante de la sostenibilidad. La gestión y/o conservación participativa fue promovida por primera vez como parte integral de una estrategia de conservación a través de una política pública mediante la implementación de las unidades de manejo (Contreras-Hernández et al., 2021). Aunado a esto, la sinergia de objetivos de protección y aprovechamiento sustentable en una misma estrategia, convirtieron a las UMA en un “molde” de conservación replicable en otros países latinoamericanos y en un ejemplo de instrumento de conservación a nivel global (Álvarez-Peredo et al., 2018; Contreras-Hernández et al., 2021). Sin embargo, el impulso de las estrategias de conservación participativas incrementa la complejidad e incertidumbre de su funcionamiento, debido principalmente al incremento en el número de actores sociales e interacciones y la creciente demanda de capacidades y beneficios tangibles (Ortega-Argueta et al., 2016).
Durante las primeras dos décadas de funcionamiento de las UMA, éstas, al igual que los demás esquemas de conservación en México fueron concebidas y gestionadas con base en los conceptos clásicos de conservación y manejo de la vida silvestre y los ecosistemas adaptados a sistemas manejados por los seres humanos. Su evaluación carecía significativamente de instrumentos analíticos adecuados para cuantificar el impacto de esta política pública ambiental y el cumplimiento de sus objetivos en materia de conservación y desarrollo de las comunidades locales (Ortega-Argueta et al., 2016). Más aún, una de las principales insuficiencias en su evaluación fue la falta de multidimensionalidad en el desarrollo de indicadores estandarizados adecuados para su evaluación y monitoreo, aunado a la falta de información sistematizada y actualizada, así como la limitada comunicación y colaboración interinstitucional (dependencias gubernamentales, academia, entre otros) (Álvarez-Peredo et al., 2018; Ortega-Argueta et al., 2016). En años recientes, se han llevado a cabo importantes esfuerzos por subsanar estas carencias informativas y de evaluación del Sistema de Unidades de Manejo para la Conservación y Aprovechamiento Sustentable de la Vida Silvestre (SUMA) a escalas locales. Las propuestas de evaluación más recientes parten de un marco metodológico multicriterio de evaluación de las UMA con un enfoque de sistemas adaptativos co-manejados y participativos (Ortega-Argueta et al., 2016), en donde se caracteriza la importancia socioambiental del manejo de la vida silvestre en UMA a partir del reconocimiento del papel que juegan las comunidades humanas en el centro de la conservación y no como un simple mecanismo de acción (Contreras-Hernández et al., 2021).
Importancia de la biodiversidad en la estructura y funcionamiento de los ecosistemas
La vida silvestre en México ha sido impactada negativamente de manera histórica por amenazas que incluyen la deforestación, manejo inadecuado del ganado, agricultura extensiva, desecamiento de humedales, contaminación urbana e industrial, explotación ilegal de plantas y animales e introducción de especies exóticas, entre otras (Valdez et al., 2006). Este tipo de perturbaciones afectan de manera directa a la biodiversidad, y este impacto conlleva a su vez múltiples efectos en cascada a diferentes niveles dentro de los ecosistemas, ya que ésta contribuye a su estabilidad, eficiencia y resiliencia, debido al desarrollo de múltiples rutas energéticas entre la vida silvestre (Worm et al., 2006) que mantienen la capacidad cíclica y homeostática de los ecosistemas en términos de manejo energético. De esta forma, una alta biodiversidad de especies nativas ayuda a minimizar las alteraciones de los ecosistemas en respuesta a grandes perturbaciones ambientales (Naeem & Li, 1997). De igual manera, la preservación de la biodiversidad resulta crucial para lograr el mantenimiento de la integridad ecosistémica y los servicios ecosistémicos indispensables para las sociedades humanas (Chapin III et al., 2000). Por lo tanto, la diversidad de grupos funcionales, definidos como grupos de especies que desempeñan de manera natural un papel semejante en el funcionamiento del ecosistema y que despliegan respuestas similares ante factores o presiones ambientales (Magurran, 2005), es tan importante como la diversidad de especies en sí (Naeem & Li, 1997).
Algunos estudios que han evaluado la “salud” de los ecosistemas en esquemas de conservación a nivel global, principalmente ANP (Laurance et al., 2012) han revelado una amplia variación en el mantenimiento de su integridad ecosistémica. Mientras cerca del 50% de las reservas evaluadas han sido eficientes en su desempeño en materia de conservación de la biodiversidad, la mitad restante han experimentado una pérdida de biodiversidad. Esta merma se refleja en la biodiversidad taxonómica—referente al número de especies genéticamente diferenciadas, en la cual todas las especies y todos los individuos de una misma especie son iguales, y su importancia relativa en el ecosistema está determinada por su abundancia relativa y su distribución espacial (Magurran, 2005)—y funcional (Laurance et al., 2012),—definida como el número de grupos funcionales representados por las especies en una comunidad (Naeem & Li, 1997), dada por el tipo, rango y abundancia relativa de los caracteres funcionales presentes en una comunidad (Magurran, 2005)—. En México, particularmente en el caso de las UMA, estudios de impacto ecológico recientes mostraron que los beneficios ambientales son tangibles (Álvarez-Peredo et al., 2018; Contreras-Hernández et al., 2021; Gallina-Tessaro et al., 2022). La diversidad taxonómica manejada y conservada en UMA, particularmente en aquéllas de vida libre, contribuye a contrarrestar la grave problemática de la defaunación en México (Álvarez-Peredo et al., 2018) que presenta complejos y profundos efectos en la estructura, dinámica y diversidad de los bosques tropicales (Dirzo & Gutiérrez, 2006). Aunado a esto, la diversidad funcional que mantienen las UMA de vida libre al conservar especies pertenecientes a diversos gremios tróficos—referente al conjunto de especies que explotan de manera similar los recursos ambientales, en particular recursos tróficos (Magurran, 2005)—juega un papel crítico en la preservación de diversos procesos ecológicos en bosques tropicales del sureste mexicano. Entre estos procesos se encuentran la dispersión, depredación de semillas y herbivoría que afectan de manera activa la estructura de la vegetación (Dirzo & Gutiérrez, 2006), la cual a su vez impacta en la conservación de los suelos y la retención y filtración de agua que recarga los mantos freáticos.
Por otra parte, la evaluación de las interacciones ecológicas y el uso de los recursos en un ecosistema permite identificar factores clave de la estructura de las comunidades (Carvalho & Gomes, 2004) y el papel que tienen los diferentes organismos en la estructura y dinámica ecológica. Este conocimiento es indispensable en el manejo de la vida silvestre y su hábitat, pues cualquier intervención de manejo debe considerar no sólo el valor comercial y sociocultural de las especies, también su valor ecológico; sus tendencias poblacionales y el rol ecológico que cumplen dentro de las comunidades. La complejidad de las interacciones en redes multitróficas con diferente intensidad (fuertes/débiles) contribuye a su vez a la estabilidad de la red alimentaria y flujo energético al interior del ecosistema (Equihua et al., 2020), así como cualquier cambio o perturbación en la composición de la comunidad tiene el potencial de afectar los procesos ecológicos en los que participan (Dirzo & Gutiérrez, 2006).
Sin embargo, es una realidad actualmente que, en México, como en muchos otros países latinoamericanos, las diversas instancias de toma de decisiones en materia ambiental se han visto rebasadas en sus capacidades técnicas, metodológicas y de capital humano y económico. Aunado a esto, la complejidad de las problemáticas socioambientales, y la forma en la que tradicionalmente tanto la academia como el sector público y privado nos hemos aproximado a este tipo de problemáticas, no ha permitido ofrecer soluciones reales para alcanzar la sustentabilidad y, por lo tanto, garantizar la continuidad a futuro de la biodiversidad, sus poblaciones y por ende la capacidad de los ecosistemas de brindar servicios que sustenten el desarrollo y el bienestar social (Ortega Uribe et al., 2014). Aún bajo el esquema de UMA, actualmente, a 26 años de su establecimiento, existe una gran controversia respecto a su funcionalidad y efectividad en términos del adecuado manejo de los recursos para su conservación, así como del impacto económico y desarrollo en los actores sociales involucrados y las comunidades. No obstante, el reconocimiento de los beneficios ecológicos de este esquema de conservación resulta insuficiente para evaluar y direccionar las estrategias y acciones de manejo, a falta de una visión integral y multidisciplinaria que incorpore las múltiples aristas de impacto de esta política pública ambiental.
Integridad ecológica, resiliencia y antifragilidad como descriptores de eficacia ecológica
Ante los escenarios actuales, en donde las presiones antropogénicas y las perturbaciones ambientales aumentan continuamente, y donde el ser humano ha sido ampliamente reconocido como una poderosa fuerza que articula las dinámicas ecosistémicas en todo el mundo, las interrogantes a responder van más allá de únicamente estimar la eficacia de los distintos esquemas de conservación. Más aún, estas se han dirigido a evaluar su viabilidad, incluyendo a las UMA, para mantener la biodiversidad conservada y manejada ante el aumento de las presiones a las que la vida silvestre está sometida (Laurance et al., 2012). Este nuevo paradigma de evaluación de la conservación implica una transición epistemológica consciente desde los conceptos básicos que rigen a la Conservación como una ciencia emergente, y de la comprensión de las métricas que tradicionalmente se han utilizado para operacionalizar la sustentabilidad, cuyo objetivo principal es la preservación de la integridad ecológica a través del mantenimiento de la estructura y funcionamiento de los ecosistemas naturales (Equihua et al., 2020).
Todos los esquemas de conservación y manejo en México corresponden a sistemas inmersos en matrices altamente transformadas. Si bien, durante muchas décadas se ha perseguido el debate de la importancia del tamaño de las áreas destinadas a conservación (Lindenmayer et al., 2008), los procesos de fragmentación y las altas tasas de cambio de uso de suelo en México, principalmente en el sureste mexicano, imposibilitan la designación de amplios territorios destinados a conservación. Sin embargo, una de las estrategias plausibles para fomentar la conectividad e incrementar la superficie destinada al manejo y conservación de la vida silvestre y el hábitat son precisamente las UMA de vida libre, enfatizando la importancia de establecer unidades de la mayor superficie posible ubicadas en sitios estratégicos identificados como prioritarios y que favorezcan la conectividad entre las UMA y otros esquemas de conservación como ANP, ADVC, entre otros (Álvarez-Peredo et al., 2018). Esta configuración espacial altamente heterogénea, se refleja en un impacto directo de las perturbaciones (ambientales y antropogénicas) que ocurren fuera de los límites de las UMA y otras áreas de conservación, con una importancia comparable con los cambios que ocurren al interior, los cuales reflejan significativamente todos aquellos fenómenos externos. Esto implica que los esquemas de conservación, como las UMA, se encuentran íntimamente ligados a su matriz circundante a nivel ecológico y, por lo tanto, la incapacidad de detener la continua pérdida y degradación de hábitats a gran escala podría aumentar drásticamente la probabilidad de que dichos esquemas de conservación sean inviables para mantener su biodiversidad a largo plazo (Laurance et al., 2012).
Lo anterior indica que, una adecuada estrategia de manejo y conservación de la biodiversidad debe orientarse no sólo a su mantenimiento al interior de las áreas destinadas a estos propósitos (sin importar el esquema de conservación del que se trate), sino también a la protección de la biodiversidad en contra de sus principales amenazas inmediatas (Laurance et al., 2012). Los esfuerzos destinados a frenar y/o disminuir la incidencia de perturbaciones considerables como la deforestación, fragmentación y sobreexplotación de la vida silvestre y los recursos, no debe limitarse al interior de los esquemas de conservación (UMA, reservas, entre otros), ignorando la dinámica de los paisajes contiguos, los cuales están frecuentemente sometidos a altas tasas de degradación, deforestación y sobreexplotación (Ojasti, 1993; Valdez et al., 2006).
Esta alta susceptibilidad de los ecosistemas ante la variabilidad ambiental circundante puede definirse como fragilidad (Equihua et al., 2020). Sin embargo, los sistemas vivos poseen características y habilidades innatas que les permiten adquirir información de los fenómenos ambientales a su alrededor y no sólo reaccionar (positiva o negativamente) ante ellos, lo que nos permite estimar su resiliencia (Walker et al., 2004), y también construir esquemas de respuesta y autoorganización que les permiten detectar la incidencia de variaciones ambientales y hacer frente a la adversidad, variabilidad e incertidumbre (Equihua et al., 2020). Esta propiedad de los ecosistemas que les posibilita maximizar su capacidad funcional de responder ante perturbaciones externas se conoce como antifragilidad (Taleb, 2012), y es precisamente hacia el desarrollo y evolución de esta característica funcional de los ecosistemas hacia donde deben migrar las concepciones actuales de evaluación de la eficacia ecosistémica, como un instrumento de evaluación de la eficacia de los esquemas de conservación en México y el mundo.
Tradicionalmente, los términos resiliencia y—más recientemente— integridad ecológica han sido empleados como las métricas clásicas de observación y medición de la sustentabilidad. Recientemente, algunos autores (Equihua et al., 2020) han propuesto un marco conceptual denominado “teoría de la información”, que incluso abarca ambos términos como instrumentos de entendimiento y evaluación de los procesos que enfrentan los ecosistemas ante las perturbaciones—humanas principalmente—, y que les confieren la capacidad de recuperarse o no ante el embate de dichas perturbaciones. Como ellos la describen, la “teoría de la información” unifica la interacción entre integridad ecológica y resiliencia, al combinar la percepción que cada organismo como individuo tiene de su ambiente, junto con la organización estructural del ecosistema como una unidad (Equihua et al., 2020). Todos los organismos vivos adquieren constantemente información de su entorno, lo cual les permite generar mecanismos de respuesta ante las variaciones y perturbaciones que experimentan, y de los cuales depende su capacidad competitiva y eventualmente la supervivencia o la extinción (Equihua et al., 2020).
A partir de esta unidad mínima de construcción de los ecosistemas que es la biodiversidad, todos los sistemas biológicos funcionan de manera similar. Tal y como las perturbaciones afectan a los sistemas vivos en todos sus niveles en un efecto de cascada, de la misma manera, los mecanismos de autoorganización en respuesta a la variabilidad ambiental desencadenan una seria de réplicas a diferentes niveles, que permiten al sistema no sólo mantenerse o recuperarse, sino más frecuentemente adaptarse y evolucionar ante las nuevas condiciones que experimentan. Por esta razón, los sistemas biológicos son dinámicos y modelan constantemente sus entornos en configuraciones internas basadas en la información que adquieren del medio, sumando e integrando nueva información relevante (Equihua et al., 2020), y es precisamente la construcción exitosa de estas configuraciones lo que determina la antifragilidad de los ecosistemas y, por consiguiente, su viabilidad en el mantenimiento de la biodiversidad que albergan.
A diferencia de la integridad ecológica y la resiliencia, cuyo eje central es el mantenimiento de las funciones ecológicas y la estructura ecosistémica previa a los fenómenos de perturbación, la antifragilidad no sólo les permite a los ecosistemas resistir el estrés, sino también aprender de él, adaptarse y evolucionar a la par de los cambios en su entorno (Figura 1). Más allá de la robustez de un sistema biológico—un sistema resiliente que conserva su integridad ecológica—, la antifragilidad resulta crucial para los sistemas conservados y manejados mediante esquemas de conservación, los cuales, como se mencionó anteriormente, deben ser capaces de responder a las continuas perturbaciones internas y externas, permitiéndoles además cumplimentar los objetivos de conservación de la biodiversidad y el hábitat a largo plazo.
Tipología de respuesta de tres variables de operacionalización de la sustentabilidad ante eventos de variabilidad e incertidumbre. Figura de elaboración propia modificada de López-Ordoñez et al., 2016 y Equihua et al., 2020.
Citation: Regions and Cohesion 13, 2; 10.3167/reco.2023.130202
Tanto la integridad ecológica como la resiliencia presentan respuestas similares ante eventos de perturbación, que se traducen en el mantenimiento de la integridad del sistema. Sin embargo, ante procesos de degradación como la defaunación ilustrada en la figura, es posible mantener una alta integridad ecológica en términos de composición y estructura (diversidad funcional), siempre y cuando todos los gremios funcionales tengan representación, aunque sea con una única especie. Así, el ecosistema puede mantener su integridad, pero constituye una representación potencialmente frágil ante otras perturbaciones que afecten a la/las especies clave que se mantengan en cada gremio. Por otra parte, la antifragilidad está mucho más relacionada con la dinámica ecosistémica, en similitud con la resiliencia, sin embargo, a diferencia de esta, permite a los ecosistemas adaptarse y evolucionar, manteniendo la integridad del sistema y constituyendo una representación potencialmente antifrágil ante futuras perturbaciones.
Ecosistemas como sistemas complejos: La necesidad de un enfoque holístico en la evaluación ecosistémica
Como se mencionó anteriormente, todos los sistemas vivos necesitan adquirir información de su entorno para generar un mecanismo de respuesta que les permita adaptarse a los cambios en él, y por la tanto una estructura compleja resulta clave para la antifragilidad de los ecosistemas (Equihua et al., 2020). A mayor complejidad se amplía el espectro de niveles jerárquicos interrelacionados, en los cuales, los componentes que los conforman pueden generar cambios en la arquitectura global del sistema, mediante interacciones entre escalas (espaciales y temporales). La diversidad de procesos e interacciones al interior del sistema confieren ciertas ventajas a la integridad y resiliencia del mismo, particularmente en presencia de redes de interacción densamente conectadas entre sí (Equihua et al., 2020).
Particularmente en el caso de los sistemas biológicos manejados y conservados bajo esquemas de conservación, íntimamente ligados e influenciados por los procesos de la matriz circundante, es imposible entender un determinado fenómeno ocurriendo a una determinada escala espacial y/o temporal (p. ej. el decrecimiento o aumento abrupto en las tendencias poblacionales de algunas especies, modificaciones conductuales, desecamiento de cuerpos de agua, erosión del suelo, entre otros), sin considerar los complejos procesos de interacción cruzada entre escalas jerárquicas dentro del sistema. Un sistema es complejo, ya sea por presentar un número suficiente de componentes con interacciones suficientemente fuertes o si cambia a una velocidad comparable a la escala de tiempo del observador, y en la mayoría de los casos ambos (Equihua et al., 2020); aunado a esto, un equilibrio de interacciones débiles y fuertes contribuye aún más a su complejidad. Un sistema complejo, por lo tanto, puede entenderse como un conjunto de subsistemas recíprocamente dependientes e interdefinibles (García, 1994), que va más allá de una simple adición de las propiedades de los elementos que lo constituyen. De esta forma, el binomio de complejidad y antifragilidad, como características clave de los ecosistemas bajo manejo y protección de instrumentos de conservación, les confiere una estructura dinámica y una cualidad evolutiva (Caballero- Cruz et al., 2016).
Sin embargo, al tratarse de sistemas manejados, la concepción teórica de sistemas complejos debe adoptarse también por las políticas públicas de manejo y conservación y reflejarse por ende en el desarrollo de instrumentos adecuados de evaluación con un enfoque multicriterio (Ortega-Argueta et al., 2016). Estos deben repensarse más allá de los métodos aditivos clásicos de evaluación, en dónde únicamente se consideran algunos elementos “clave” de los ecosistemas—principalmente la diversidad—, para dar paso a evaluaciones integrales que reflejen el contexto holístico que describe la complejidad de los sistemas biológicos y su entorno, principalmente en términos de escala (espacial y temporal). Previamente, algunos autores han señalado la importancia de la escala en el desarrollo de políticas públicas ambientales (Taleb, 2012; Equihua et al., 2020), reconociendo la existencia de problemáticas y necesidades de conservación particulares para cada nivel de la escala (Berkes, 2003; Caballero-Cruz et al., 2016). Asimismo, se ha reflexionado en la necesidad de no apuntar todos los esfuerzos a una única política de manejo de los ecosistemas, si no redirigirlos al desarrollo de múltiples estrategias públicas vinculadas a diferentes niveles de aplicación, que permitan entender y evaluar la escala espaciotemporal a la que ocurren los procesos dentro de los ecosistemas, principalmente en función de las intervenciones humanas.
Sin embargo, el entendimiento de la dupla indivisible de coacción entre los sistemas natural y humano, así como la complejidad de las interacciones naturaleza-sociedad, genera una narrativa completamente nueva que desafía la gestión ambiental (Equihua et al., 2020). Dado que la gestión de los ecosistemas es la gestión de personas (Álvarez-Peredo et al., 2018) y es el resultado de acciones colectivas entre diferentes actores sociales (tomadores de decisiones, científicos, administradores, ciudadanos, etc.), el entendimiento de su complejidad también se basa en la comprensión de los procesos sociales que desencadena. Entre ellos se cuentan los conflictos de conservación descritos previamente, los cuales provocan conflictos comunales entre los manejadores de la tierra que impactan directamente en el desarrollo sustentable de los esquemas de conservación (Caballero-Cruz et al., 2016).
De esta forma, el ser humano actúa como agente modelador de los ecosistemas, que ha desarrollado sus capacidades innatas de aprovechamiento de la vida silvestre y su hábitat en una relación coevolutiva con la naturaleza, donde se gesta un proceso recíproco en el que una parte moldea a la otra en un proceso de cambio continuo (Merino-Pérez, 2006). Esta interacción dinámica del ser humano y los ecosistemas se ha reflejado recientemente bajo la concepción de los sistemas naturales forjados por el hombre y su reconocimiento como sistemas socioecológicos, también llamados socioecosistemas (Berkes, 2003; Merino-Pérez, 2006). Los sistemas socioecológicos se entienden como sistemas complejos y adaptativos en el que distintos aspectos ecológicos (evolutivos, biogeoquímicos, energéticos, etc.) y culturales (políticos, sociales, económicos, tecnológicos, etc.) están interactuando entre sí producto de la interacción de los componentes humanos, bióticos y abióticos que los conforman (Berkes, 2003). Nuevamente, el reto recae en la narrativa en que se diseñan nuevas estrategias y esquemas de conservación, pero también en el contexto bajo el cual se gestionan los esquemas de conservación actuales, los cuales deben asumir imperantemente la íntima relación que existe entre las sociedades y los ecosistemas. Actualmente en México existen numerosos ejemplos de esquemas de conservación, tales como las ADVC y algunos ejemplos de UMA establecidas en ejidos bajo manejo comunal, que reflejan la estrecha relación entre la sociedad y los ecosistemas, y en donde el conocimiento y las prácticas tradicionales juegan un papel central en la eficacia de estos esquemas en términos de conservación de la biodiversidad y el desarrollo socioeoconómico de las comunidades que los manejan. Las comunidades producen y transmiten profundos conocimientos sobre el medio en el cual se han desarrollado; este conocimiento se caracteriza por ser una creación intelectual colectiva, expresada en muchos casos en lenguas indígenas (Caballero-Cruz et al., 2016; Contreras-Hernández et al., 2021), y que han demostrado, mediante prácticas tradicionales, su pertinencia y efectividad en el manejo de los recursos y el mantenimiento de su biodiversidad a largo plazo (Porter-Bolland et al., 2012). A su vez, estos sistemas socioecológicos complejos funcionan como reflejos de la realidad, y poseen la capacidad de adaptarse y evolucionar ante la incidencia de factores de presión, tanto externos como internos, producto de las propias intervenciones de manejo. En este sentido, el diseño y aplicación de instrumentos de evaluación multicriterio resulta crucial para generar conocimiento imprescindible para la toma de decisiones informadas en materia de conservación y manejo de la vida silvestre y su hábitat (Álvarez-Peredo et al., 2018) orientadas hacia un manejo adaptativo integral que potencialice la capacidad de antifragilidad del sistema socioecológico.
Ante escenarios de esta naturaleza, la inclusión del enfoque holístico de sistema socioecológico—que incluya aspectos físicos, biológicos, sociales, económicos y políticos—, por parte de la academia y el sector público y privado en la investigación evaluativa, podría contribuir a disminuir las limitaciones de los análisis unidisciplinarios.
UMA como ejemplos de sistemas socioecológicos complejos precursores de la antifragilidad ecosistémica
Las UMA de vida libre representan un buen modelo de sistemas complejos, intensa y ampliamente manejados. En este sentido, la conceptualización de las UMA debe redirigirse hacia sistemas socioecológicos integrales que manejan la vida silvestre y el hábitat como un sistema adaptativo complejo. La diversidad de especies, el número de interacciones tróficas, la intensidad de las interacciones y la estabilidad del ecosistema en términos de flujo energético, capacidad cíclica y la presencia de omnivoría (Equihua et al., 2020) son elementos que convergen al determinar la estructura y dinámica de los sistemas al interior de las UMA. Sin embargo, varios autores (Chapin III et al., 2000) han advertido ya que la consideración tradicional de variables de diversidad e interacción no son suficientes para evaluar la estabilidad de ecosistemas complejos como lo son las UMA.
A la par de las funciones ecológicas que cumple cada organismo en su medio natural y, tal como se mencionó anteriormente, el ser humano debe considerarse también como un elemento de evaluación de la estabilidad de los ecosistemas, particularmente aquéllos sometidos a presiones de manejo como lo son las UMA de vida libre. En este sentido, las estructuras y el funcionamiento del componente humano deben ser tales que mejoren la persistencia de las estructuras y el funcionamiento del componente natural y viceversa (Cabezas et al., 2005). Sin embargo, como señalan otros autores (Aronson & Le Floc'h, 1996), la intensidad de la influencia humana en los ecosistemas puede incluso reducir la complejidad del mismo al alterar la heterogeneidad espacial, disminuyendo así su integridad ecológica y resiliencia. Cambiar los patrones espaciales naturales influye significativamente en la capacidad del paisaje de mantener el flujo efectivo de materiales y energía que permitan albergar a las especies locales (Equihua et al., 2020), reiterando así la necesidad de integrar la intensidad de manejo como una variable activa de la dinámica de los sistemas socioecológicos. Empero, la capacidad de las UMA en vida libre de conservar parches considerables de vegetación nativa, en conjunto con la biodiversidad local, sus funciones ecológicas y conjunto de interacciones en redes tróficas y sociales densamente interconectadas entre sí, así como el mantenimiento de procesos y flujo energético a diferentes niveles jerárquicos (Álvarez-Peredo et al., 2018), contribuye a potencializar la antifragilidad de los sistemas biológicos manejados y conservados bajo este esquema de conservación en México.
Discusión
Los problemas socioambientales son complejos porque vinculan a los seres humanos con el entorno que los rodea de múltiples maneras, tanto a diferentes escalas temporales como espaciales (Ortega Uribe et al., 2014). Esta interacción inevitablemente produce cambios en la dinámica natural de los sistemas socioecológicos, mismos que no es posible entender y evaluar desde una perspectiva unidisciplinaria. Es por ello que, ante el ascenso de los conflictos socioambientales, urge la promoción de un cambio de paradigma centrado en la noción de sistemas socioecológicos, que transite la investigación evaluativa hacia abordajes transdisciplinares que contemplen la incorporación de otros saberes y conocimientos no científicos o locales, vinculados a su vez con la experiencia de los actores sociales involucrados (Ortega Uribe et al., 2014). Esta nueva forma de concebir el orden ontológico nos conduce al estudio de los sistemas socioecológicos, los cuales se entienden como sistemas adaptativos complejos en el que distintos aspectos ecológicos (evolutivos, biogeoquímicos, energéticos, etc.) y culturales (políticos, sociales, económicos, tecnológicos, etc.) están interactuando entre sí producto de la interrelación de los componentes humanos, bióticos y abióticos que los conforman, tal como es el caso del esquema de conservación a través de UMA.
Sin embargo, no sólo la forma tradicional de generar conocimiento a partir del enfoque de un único saber científico, sino también la falta de hábito y experiencia en la evaluación de programas y políticas públicas ha limitado significativamente el impacto de muchas iniciativas gubernamentales en materia ambiental y de sistemas productivos. Es por ello que, aún algunos programas potencialmente exitosos, cuyo planteamiento surge de la base de construcción de los ecosistemas manejados como sistemas socioecológicos, no han tenido el impacto socioeconómico esperado, ya que los métodos de evaluación tradicional han sido insuficientes. De ahí ha surgido un constante debate, en cuanto a la imposibilidad de la racionalidad científica moderna de “definir” y “administrar” el ambiente, incluso en los sistemas manejados por el ser humano.
El estudio y manejo de los ecosistemas se ha basado tradicionalmente en una visión unidisciplinaria y fragmentada, donde las problemáticas ambientales son tratadas dividiendo el sistema en campos de observación y acción (natural y social), que ignoran la posibilidad de un sistema total de interacciones complejas (Ortega Uribe et al., 2014). Desde instancias gubernamentales, una visión igualmente fragmentada ha llevado a que las políticas concernientes al uso de los recursos naturales sean elaboradas y ejecutadas de manera predominantemente vertical o “top-down” (Gunderson & Holling, 2002), desde la centralidad de las dependencias ambientales hasta la escala local, que es el centro de ejecución y gestión de los esquemas de conservación. Debido al desconocimiento de que las acciones de conservación eficaces requieren trabajar simultáneamente a diferentes escalas—espaciales y temporales—, con diferentes actores sociales y en algunas ocasiones incluso con direccionalidades distintas (Caballero-Cruz et al., 2016); es que la acción gubernamental desde este enfoque fragmentario responde pobremente a las condiciones locales, a los medios de vida de la sociedad y a las preocupaciones de la comunidad, lo que resulta en sobreexplotación, degradación y manejo irracional de los recursos (Folke et al., 2009). El reconocimiento de las diferentes escalas—espaciotemporales—de gestión está en función de los diferentes niveles de organización, de las problemáticas locales, regionales, nacionales y globales, y de la identificación de las múltiples necesidades de los distintos sectores involucrados (Caballero-Cruz et al., 2016). Esta evolución de la investigación evaluativa de los instrumentos jurídicos de conservación puede contribuir a disminuir las limitaciones de los análisis unidisciplinarios a partir de la adopción de cuatro cambios principales: (1) ontológico, al asumir el concepto de “sistema socioecológico”; (2) epistemológico, que propone a la transdisciplina como la forma de entenderlos; (3) metodológico, que sugiere la intervención participativa y adaptativa en ellos; y finalmente—proactivamente el más importante en términos de gestión—(4) la implementación de cambios institucionales que facilitarían la adopción y gestión del manejo adaptativo y comunitario/participativo (Ortega Uribe et al., 2014).
Por otra parte, otro de los grandes retos que han debido enfrentar las políticas públicas de conservación actuales es la consideración y el respeto a la gobernanza de la tierra y los recursos, como parte integral de las estrategias de conservación, particularmente importante en sitios de alta diversidad biológica y cultural. Esta “conservación biocultural” contemporánea requiere esquemas policéntricos de toma de decisiones, que contribuyan a comprender la complejidad de los procesos y formulen estrategias de respuesta en función de la participación colectiva (Caballero-Cruz et al., 2016). La eficacia de toda estrategia de conservación depende, en gran medida, del reconocimiento de los participantes involucrados en la toma de decisiones, y del grado de apropiación de la estrategia misma por parte de la comunidad encargada de su gestión (Merino-Pérez, 2006).
A partir de esta problemática, es que surgieron en Latinoamérica numerosas propuestas de epistemología ambiental que proponen una relación ser humano-naturaleza y ciencia-sociedad-ambiente, para establecer un vínculo lógico amparado en el interés por la aplicación del conocimiento en propósitos que buscan mejorar el bienestar de las comunidades y por una relación equilibrada entre ellas y su entorno (Ortega Uribe et al., 2014). En este sentido, México ha sido pionero en el diseño e implementación de un esquema de conservación como las UMA, basado en el manejo y aprovechamiento sustentable de los recursos, pero que incorpora el bienestar y desarrollo humano como eje central de sus objetivos. Por más de 25 años, este instrumento de conservación se ha ejecutado en gran similitud con la denominada Conservación Basada en Comunidad (CBC) (Caballero-Cruz et al., 2016). La CBC es una alternativa de conservación emergente que se ha consolidado como una estrategia fundamental para la conservación biocultural en América Latina (Porter-Bolland et al., 2012), y cuyo objetivo principal también consiste en la inclusión de la dimensión humana en las acciones de conservación, considerando que el beneficio obtenido impacte de manera más evidente en las comunidades locales por el uso directo de los recursos (Kothari et al., 2013).
Aunado a esto, las UMA como estrategia de política pública reconocen a su vez la importancia de la biodiversidad como motor de conservación de la antifragilidad de los sistemas socioecológicos, al mantener la diversidad funcional de los ecosistemas y, por ende, la conservación y perpetuidad de los múltiples servicios ecosistémicos de los cuales depende la supervivencia y bienestar de toda sociedad humana. Lo anterior, considerando por supuesto la realidad actual de la Tierra, en la cual todo ecosistema natural ha sido sujeto en mayor o menor medida a la intervención humana.
Conclusiones
El desarrollo humano, la emergencia de nuevos conflictos socioambientales y las condiciones globales actuales urgen al discernimiento de nuevos paradigmas de conservación, que permitan diseñar nuevas estrategias de conservación y adaptar los esquemas existentes hacia la solución de problemáticas actuales.
Si bien la denominada “crisis de biodiversidad” no es un dilema reciente, las presiones que aquejan actualmente a la biodiversidad han evolucionado, y la vida silvestre enfrenta hoy en día, además de los factores de presión históricos (Valdez et al., 2006), nuevos desafíos que van de la mano del desarrollo de las comunidades humanas. Un cambio epistemológico, no sólo en el desarrollo de nuevos instrumentos de evaluación multidimensional de los esquemas de conservación en México, sino también en la concepción de las métricas de operacionalización de la sustentabilidad y los objetivos a alcanzar en términos de la eficacia ecológica, permitirá preparar a los sistemas biológicos para evolucionar, adaptarse y hacer frente a las cambiantes condiciones de su entorno. De esta forma, los esquemas de conservación potencializarán su antifragilidad y su capacidad de mantener la biodiversidad y sus funciones a largo plazo, en un entorno altamente vulnerable e incierto. Y es precisamente la racionalización del valor de la biodiversidad, los servicios ambientales que presta y los múltiples beneficios al bienestar humano (económicos, sociales, culturales, morales, físicos, psicológicos, entre otros), lo que ha dado origen al concepto de sistemas socioecológicos, cuyo carácter holístico e integral promete la producción de conocimiento que soporte decisiones más legítimas y socialmente justas en cuanto a la conservación, valoración y distribución de servicios ecosistémicos (Berkes et al., 2003).
Agradecimientos
Agradecemos al Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT) por el financiamiento al proyecto “Evaluación de las Unidades de Manejo para la Conservación de la Vida Silvestre (UMA) como política de conservación nacional” (PN-4106/2016), liderado por el Instituto de Ecología A. C. en colaboración con otras instituciones académicas (El Colegio de la Frontera Sur, Universidad Autónoma de Chiapas, Universidad Veracruzana), a partir del cual se desprende esta propuesta teórica. Apreciamos también la valiosa aportación de los revisores anónimos de este manuscrito, cuyos comentarios y sugerencias contribuyeron indudablemente a mejorarlo.
Referencias
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